El sector automovilístico se enfrenta a la mayor revolución de los últimos 50 años y no podemos olvidar que representa el 10% del PIB y es uno de los grandes motores de la economía española. Pero para poder entender lo que pasa, hay que retroceder a septiembre de 2015: el `dieselgate´, el gigante de la automoción, Volkswagen, había utilizado en Estados Unidos un software que alteraba los resultados de emisiones de óxido de nitrógeno. Posteriormente se descubre que también lo hicieron en Europa. A la par otras marcas del sector han sido investigadas, con resultados que han generado una incertidumbre que afecta a toda la industria y de la que ninguna marca parece ser víctima. Entonces las administraciones declaran la guerra a la tecnología diésel y a los combustibles fósiles; las medidas anteriores eran insuficientes, fácilmente evadibles, así que había que ser más agresivos y contundentes:
2018 cierra con un incremento global del 7% en la venta de automóviles, pero casi todas antes de la entrada en vigor de la normativa WLTP. El dato del diésel es demoledor: los peores en 20 años. Solo el 30% de las ventas son diésel y hace solo 2 años eran el 70%. Las marcas invierten miles de millones en investigación de tecnologías más limpias, pero no pueden adaptarlas en el corto plazo y la incertidumbre regulatoria y tecnológica podría provocar el cierre de factorías con el consiguiente drama social.
Los mensajes emitidos por las autoridades provocan incertidumbre en la ciudadanía y la consiguiente caída en la intención de compra del diésel a pesar de las ofertas por acumulación de `stock´. Hay que mejorar la calidad del aire que respiramos y la emisión de CO2 de los vehículos es uno de los grandes responsables, pero si las medidas no se ejecutan con criterio, responsabilidad y plazos adecuados, los resultados pueden ser graves para la economía española.