Podemos llamarlo cáncer de mama, día de la mujer trabajadora o día de la eliminación de la violencia de género: lo importante es que tenga un nombre y que un gran número de mujeres (y por tanto, consumidoras) conecten con él. El -tan comentado- vídeo de la influencer con el pañuelo rosa en la cabeza y el filtro que la hace envejecer es solo la parte visible de una cadena de eslabones en la que nadie parece haberse preguntado si esta pátina de banalización que le imprimimos a la publicidad no ha pasado a ser ya una capa de un palmo de grosor pintado a brocha gorda y sin contemplaciones.
Y, del mismo modo, el insulto que en los comentarios del vídeo dirige toda su ira contra la influencer, es también solo la punta del iceberg del hartazgo que como consumidores sentimos al ver mercantilizadas -por no decir prostituidas- luchas que corresponden a las instituciones y no a las marcas.
Puede que la sociedad de los noventa aceptase estas campañas con agrado, pero los consumidores de 2023 nos preguntamos, entre perplejos y abochornados, si es ético usar una enfermedad para vender compresas, cremas o pintalabios.
Sea como sea, la conversación en redes ya no gira alrededor de la causa benéfica sino de una realidad apabullante que las marcas como responsables -y los influencers como canal- no pueden seguir ignorando: romantizar el cáncer de mama es repugnante. Hacerlo para vender es, además, inmoral.