La politización de la ESG
El chapapote de la guerra cultural ha llegado a la playa de la ESG. Algunos dirán que era inevitable, viendo lo que pasa en el mundo. Tampoco es que estuviéramos viviendo en el paraíso antes de que nos invadiera esta marea de contaminación política.
En la playa de la ESG había mucho debate. Por ejemplo, sobre los lavados de cara con los que algunas marcas ocultan sus vergüenzas, engañan a sus consumidores y stakeholders o les confunden hablándoles de un “propósito” elegido caprichosamente en un menú de buenas intenciones. La diferencia es que antes se discutía sobre la autenticidad del compromiso con un modo sostenible de gobernar las empresas dentro de un contexto global, mientras que ahora se discute el compromiso en sí mismo. Es decir, ya no se cuestiona si de verdad eres sostenible, ahora se cuestiona si sostenible es lo que hay que ser.
Que alguien pretenda financiar su empresa negándose a demostrar la sostenibilidad a largo plazo de su negocio puede parecer un disparate para las personas medianamente sensatas, pero eso es prácticamente lo que está pasando cada vez que una empresa decide abandonar la ESG alegando que es “puro marketing” (como si eso fuera algo malo). No tendrían fácil explicarse, porque el dinero es cobarde y difícilmente se va a ir con alguien con comportamientos suicidas, pero es que ni siquiera se van a molestar en intentarlo. Los detractores de la ESG no están en eso y nunca lo han estado. Su guerra es la cultural, la de la hegemonía del discurso público, que ellos consideran dominado por unas élites progresistas que pretenden cambiar un modelo económico que hay conservar a toda costa. En un ejercicio de simplificación y adelgazamiento intelectual extremo quieren reducir el concepto de negocio responsable, ESG, sostenibilidad o responsabilidad social corporativa a una muestra más de las veleidades buenistas de la nueva izquierda. No faltan tampoco los que lo llaman “una moda”, con la clara intención de señalar su supuesto carácter efímero, arbitrario o superficial. De nada les sirve toda la literatura que se ha escrito sobre el tema, la experiencia para convencer a inversores con argumentos de sostenibilidad, o el alineamiento de instituciones internacionales como la Organización de las Naciones Unidas con su iniciativa sobre los ODS o de la Unión Europea sobre cero emisiones. Poco pudor van a tener para decir que la ONU es parte de esta moda quienes también han llegado a afirmar que ser homosexual es una moda y se han quedado tan tranquilos. Para estos cruzados, la ESG es solo una torre más que derribar dentro de su campaña “go woke, go broke”. Su fanática ceguera les impide ver que algunos de los retos a los que se enfrentan las políticas de sostenibilidad son necesariamente globales, y por tanto les afectan lo quieran o no. Sin ir más lejos, el del cambio climático o la conservación del medio ambiente, que se sigue cuestionando a pesar de su evidencia científica. Ninguna autarquía nacionalista va a detener este proceso o remediar sus consecuencias. Dato mata relato. Una cosa es la representación de la realidad que pintan algunos lobbies y grupos políticos, y otra los hechos que los bancos de inversión miden con metodología científica y no con discursos populistas. Decidir el destino de las inversiones a largo plazo de sus clientes es una responsabilidad demasiado grande como para dejarse influir por arrebatos emocionales y objetivos políticos coyunturales. Está en juego su propia supervivencia. O quizás sería más apropiado decir su propia sostenibilidad. Por eso, cualquier fondo que mire a la realidad sin prejuicios ideológicos comprobará que algunos cambios en el modelo económico son necesarios para garantizar la seguridad de sus inversiones. Se harán tarde o temprano. Porque además de cobarde, el dinero también es inteligente.