Lo que prohíben las leyes, la razón o la ética

La reciente ley de la Unión Europea sobre la IA es un paso (el primero de los múltiples que llegarán) para restringir el uso incontrolado de las diferentes ‘inteligencias artificiales’ que se nos están viniendo encima.
Como muchos están advirtiendo, esta previsible avalancha normativa va restringir (o, al menos, lo va a intentar) la utilización salvaje de herramientas que amenazan muy seriamente la privacidad de los usuarios de determinadas plataformas, así como la propia seguridad de las marcas. Y esto será así porque el marketing, la publicidad, y la comunicación comercial, en general, se van a ver afectadas de lleno por una legislación que ya estaba tardando en llegar.
Pero como no solo de leyes vive el hombre, es preciso abordar otras restricciones (en mi opinión, imperativas) que llegan a dimensiones mucho más profundas que las legislativas.
“Las leyes no pueden ir en contra de la naturaleza”, decía Montesquieu en su ‘El espíritu de las leyes’. Y se quedaba corto… porque, más allá de las leyes están la razón, la ética e, incluso, el sentido común.
Desarrollar mecanismos con el fin de rebasar los límites naturales de la privacidad, del respeto y de la intimidad personal es delictivo. Y valga aquí el concepto ‘delictivo’ para referirnos, también, a presuntos delitos contra la moral (en su acepción de ‘ética’) y contra la lógica.
Porque eso es lo que son determinadas técnicas agresivas e irresponsables, capaces de poner en peligro derechos, universalmente considerados como inalienables y básicos en cualquier estado democrático que se precie de serlo.
Ya empiezan a abundar quienes no se conforman con investigar, analizar y vender datos éticamente inalcanzables, obtenidos, muchas veces, mediante falaces subterfugios semiencriptados, con frecuencia amparados en sofisticados (o no) sobornos y veladas (o tampoco) amenazas.
Suelen llegarnos en forma de ‘ofertas que no podemos rechazar’, casi todas encaminadas a obtener nuestras almas (en forma de datos descuartizados) a cambio de la supervivencia social. Eso sí, sin pagarnos nada por lo que nos compran, sino por el contrario, traficando, además, con nuestras más íntimas mercancías (deformadas, habitualmente, por su codicia de segmentación infinita).
Lejanos están ya aquellos tiempos en los que las paredes de pueblos y ciudades se protegían con ‘carteles que prohibían fijar carteles’ (una de las más bonitas paradojas de la publicidad, demostración flagrante de que funciona). Y es que, ahora, donde fijan mensajes (a veces sin advertir de su carácter comercial) es en nuestras indefensas mentes, y, en particular, en las de los grupos más vulnerables de la sociedad.
Por suerte, son más de los que creemos los empresarios que reconocen que la responsabilidad última recae sobre ellos mismos, cuando ejercen su papel de anunciantes. Esos otros que trasladan la responsabilidad a sus agencias, a los medios o a cualquier otro intermediario que intervenga en el proceso, son un número menguante. Y acabarán señalados como indignos miembros de una comunidad de marcas que aspiran a ejercer esa responsabilidad con la sociedad y con sus consumidores de una forma juiciosa y positiva.
Da igual que las leyes aún no protejan a los ciudadanos, en algunos aspectos, de determinadas agresiones, individuales o colectivas: la razón y la ética sí lo prohíben.
Me viene a la cabeza el razonamiento que D. Mendo hacía a su amigo el marqués de la Moncada, tras escuchar la explicación de este acerca del método que utilizaba su padre, el barón de Mies, para ‘cazar aves con lumbre’:
—No es torpe, no, la invención —le decía D. Mendo—, mas un cazador de ley no debe hacer tal acción, pues oyendo el esquilón toman las aves por buey a vuestro padre el barón.
Esto es, ni más ni menos, lo que puede pasar a las marcas que incumplan estas prohibiciones (expresas o tácitas) de la buena gobernanza empresarial: que las aves (los consumidores) pueden tomar por bueyes (con perdón) a los anunciantes transgresores.
No nos obliguen, por favor, a fijar carteles en la mente para tratar de impedir el asalto a nuestra, ya comprometida, privacidad. La publicidad es buena… si se hace con respeto y responsabilidad.
Sus marcas vivirán más felices en el entorno de esos medios a los que llevamos tiempo reclamando que formen, cuanto antes, esa necesaria ‘Confederación de Medios Responsables’.
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