Menos sermones, más ejemplaridad

Menos sermones, más ejemplaridad
Martes, 04 de enero 2022

Las marcas que confunden el wokevertising con la responsabilidad social corporativa pueden estar generando una inesperada reacción negativa entre los consumidores que más están sufriendo las consecuencias de la globalización.

El estado de incredulidad y estupor en que se hundieron los intelectuales de todo el mundo cuando en 2016 Donald Trump ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos inspiró la publicación de varios ensayos que pretendían buscar una explicación, no exenta de autocrítica, a este inesperado suceso. De la lectura de estos análisis se deduce ahora que esa victoria era prácticamente inevitable, pero casi nadie la vio venir, ni siquiera cuando el candidato ganó las primarias. El prestigio de los economistas depende de su capacidad para explicar acontecimientos que no supieron pronosticar, una prerrogativa que parecen compartir con los analistas políticos.

Ahora todos estos expertos apuntan sagazmente al odio a las élites urbanas como uno de los factores que movilizaron a favor del candidato populista a una gran masa de desfavorecidos por la globalización. El voto a Trump era, entre otras muchas cosas, un castigo a la soberbia de los triunfadores, y a su desprecio nada disimulado hacia los que llevaban un estilo de vida provinciano, ridiculizado sin disimulo cada vez que tenían la ocasión. Resultó que esos paletos eran mayoría y no querían votar a quien se burlaba de ellos; querían votar a uno de los suyos, aunque fuera millonario y viviera en Nueva York.

Todo esto es muy complejo y pertenece al ámbito de la literatura política, pero ya hay quien en el mundo del marketing está encontrando un paralelismo entre la fallida estrategia política de las élites urbanas y las marcas que abusan de los discursos llamados buenistas en sus campañas. El llamado wokevertising, que ha llevado a muchas marcas a posicionarse en temáticas que poco o nada tienen que ver con sus productos, como el cambio climático, los derechos de las minorías o el comercio justo, no es lo mismo que la responsabilidad social corporativa, y la diferencia puede pillar desprevenido a más de uno que al hacer lo primero cree estar haciendo lo segundo.

El famoso propósito de marca, del que todo el mundo habla últimamente, se ha descrito como un compromiso real de las empresas con los intereses colectivos de la sociedad a la que pertenecen; y no como un sermón sobre cómo hay que comportarse, o directamente ser. En lugar de conjugar los verbos en imperativo con mensajes tipo “sé tú mismo” o “hazlo” la estrategia sostenible prefiere predicar con el ejemplo porque, por difícil que sea aceptarlo, a veces la conciencia con determinadas causas es un lujo de clases, y exigírsela a quien no se la puede permitir puede provocar reacciones indeseadas.

En el debate sobre el greenwashing y otros tipos de lavados de cara publicitarios se suele incidir en el daño que puede causar a la reputación de la marca la incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace, lo cual es evidente, pero no se habla tanto del hecho de que los discursos aspiracionales de determinadas marcas, en los que se retrata a un consumidor híper-concienciado con todas las buenas causas, pueden acabar siendo percibidos por muchos como elitistas, extraños a su realidad o incluso exhibicionistas de una irritante superioridad moral. Todo lo cual se traduce después en rechazo por parte de quien se considera marginado por un sistema que no le permite acceder a ese estilo de vida por mucho que se esfuerce. Cuando el ascensor social se ha averiado, el discurso de la meritocracia tiene un doble filo que puede herir a quien lo maneja. Y las marcas no deberían olvidar que los excluidos no solo votan, también consumen.


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