No todo vale por un pelo más brillante

La reciente colaboración en TikTok entre Garnier y la influencer Elena Gortari ha vuelto a poner sobre la mesa una cuestión urgente: ¿dónde trazamos la línea entre creatividad e irresponsabilidad cuando lo que está en juego es una forma de violencia tan normalizada como el acoso?
El vídeo, ideado para promocionar uno de los productos capilares de Garnier, recurre a la simulación de una situación de acoso como gancho narrativo. Una estrategia que ha sido duramente cuestionada por convertir una experiencia de violencia en un recurso publicitario.
No hablamos solo de un error de tono, sino de una elección creativa que minimiza el peso real de una problemática social profunda. Y lo hace, además, en un país donde en lo que va de año 14 mujeres han sido asesinadas por violencia machista y más del 40 % ha sufrido acoso en el espacio público.
Pero esto no sucede en el vacío. El impacto de estas campañas se multiplica cuando consideramos dónde y cómo se difunden. Hoy, el 94 % de los y las jóvenes de España de entre 18 y 24 años utiliza redes sociales de forma intensiva. TikTok, el canal en el que esta campaña ha tenido mayor repercusión, alcanza ya al 51,2 % de los usuarios y usuarias de internet en España, especialmente adolescentes. En este entorno, los y las influencers no solo entretienen: generan vínculos emocionales, son modelos de comportamiento, referentes aspiracionales, incluso si no se reconocen como tales.
La relación que los y las jóvenes establecen con ellos es cada vez más intensa. Existe una necesidad de pertenencia digital que convierte a los influencers en “amigos virtuales”. Su impacto va más allá del entretenimiento: moldea identidades, valores, decisiones. Y lo hace muchas veces sin filtro crítico, en una cultura visual y emocional que refuerza el deseo de imitación. No podemos obviar tampoco los riesgos que ya han sido ampliamente documentados: adicción, presión social, baja autoestima, trastornos del sueño o identidades distorsionadas.
Por eso, no podemos cargar toda la culpa sobre la figura de la influencer. La responsabilidad principal recae sobre la marca que ideó, aprobó y difundió esta campaña. No hablamos de un contenido espontáneo. Hablamos de una pieza planificada, alineada con objetivos comerciales, validada por equipos creativos, legales y de marketing. Una marca con recursos y conocimiento suficientes como para prever el impacto de lo que estaba a punto de publicar. Y sin embargo, lo hizo.
Y no es un caso aislado. Hace solo unos meses, el youtuber Nil Ojeda fue denunciado por el Ayuntamiento de Alicante tras incitar a su audiencia a fingir ahogamientos en la playa a cambio de productos de su marca. El resultado fue una oleada de falsas alarmas que puso en riesgo la seguridad real de bañistas y saturó los servicios de rescate. Otro ejemplo del uso irresponsable del alcance y la influencia digital, donde la viralidad se prioriza por encima de cualquier criterio ético o social.
En 2024 L'Oréal Paris, que justo acaba de lanzar una campaña de street marketing en el Metro de Madrid para denunciar el acoso callejero, estuvo el centro de una polémica con una pieza protagonizada por el influencer Raúl Otero. En el vídeo, ideado por una agencia para promocionar el sérum, se simula una escena de acoso callejero con tintes de homofobia. El espectador presencia un supuesto ataque verbal a Otero en la calle —"qué vergüenza me daría" le espeta un transeúnte— para acabar revelando, tras el enfrentamiento, que todo formaba parte de una estrategia publicitaria. La naturaleza comercial del vídeo no se aclara hasta la segunda mitad, en la que se muestra la rutina facial con el producto. ¿Resultado? Un mensaje ambiguo que banaliza una situación de violencia para generar atención, disfrazando la promoción bajo una narrativa emocional de falsa espontaneidad.
En este contexto, que una marca o un/a influencer utilice experiencias de acoso o discriminación como herramientas para vender productos no es solo un error creativo: es una decisión profundamente irresponsable que ignora el impacto real de lo que comunicamos. Y el silencio posterior, la falta de explicaciones o rectificación, solo agrava el problema. El greenwashing emocional —esa instrumentalización de causas sociales sin un compromiso real— se convierte en un boomerang ético que pone en entredicho la credibilidad de quienes lo practican.
No se trata de cancelar. Se trata de asumir responsabilidad. Cada mensaje construye cultura, moldea percepciones y deja huella, aunque no siempre se traduzca en likes o visualizaciones.
Las marcas son responsables de lo que dicen, pero también lo somos quienes estamos detrás, asesorando, creando, aprobando. Como agentes culturales, las agencias de publicidad tenemos la obligación de orientar con criterio y sensibilidad, entendiendo que los derechos humanos y la sostenibilidad también se defienden desde la comunicación.
Porque si queremos construir marcas relevantes, no basta con llamar la atención. Hay que merecerla.
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