Arde la red con el Festival de Eurovisión

Si algo ha colonizado la conversación en el ciberespacio este mes de mayo ha sido el festival de Eurovisión. Antes, durante y después de celebrarse. Para sorpresa de nadie, el principal tema de conversación no han sido las canciones, sino todo lo que estaba pasando en un lugar concreto del mundo mientras se cantaban. Y no por casualidad.
Hay que ser muy ingenuo o muy cínico para pensar o decir que Eurovisión es solo un programa de televisión; y tomar la tangente de otras cuestiones importantes con excusas como “al que no le guste, que no lo vea”. Quienes dicen que no debería politizarse olvidan o ignoran que el festival se creó para reforzar lazos culturales entre los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, con una intención política. Y no está de más recordar que entre los valores de cohesión entre los europeos que se pretendían difundir con el festival estaba el respeto a los derechos humanos, lo cual se está convirtiendo en un sarcasmo a la vista de los acontecimientos.
Un espectáculo internacional que acapara millones de espectadores como este es también una plataforma de comunicación desde la que se puede ejercer el llamado “poder blando”, incluso, llegado el caso, para blanquear una marca-país en crisis de reputación mundial por la política de su gobierno. Si alguien lo duda, que vea la serie que Movistar+ ha estrenado oportunamente en estas mismas fechas. Trata sobre los tejemanejes del franquismo para que España ganara en 1968. Todo lo que ahí se cuenta sigue sucediendo, ampliado y actualizado a la era de las nuevas tecnologías de la comunicación. Historias como aquella demuestran que componer e interpretar la mejor canción es solo una manera de ganar Eurovisión, y no necesariamente la mejor. Hay otras, y a veces dan más garantías. Que se lo pregunten a Cliff Richards, que
presentó un temazo y perdió por un punto contra Massiel.
Con decir que el principal patrocinador del festival es una empresa de cosméticos del mismo país que ganó la votación telemática queda todo bastante claro (publicidad y marketing telefónico: las dos principales fuentes de ingresos de este negocio llamado Eurovisión). O sea, que no es que hayan hackeado el festival, es que el festival se deja hackear. Y cuando alguien se deja, no es hackeo; es el mercado, amigo.
Aunque al final no ganaran, ha sido todo tan evidente que la red ardía con mensajes a favor o en contra de esta campaña de relaciones públicas internacionales. Una diputada española llegó a postear que había votado a una canción “sin escucharla”. No se puede resumir mejor de qué iba la cosa, y el papel que desempeñaba la música en este juego de apariencias.
Para colmo, a esos votos emitidos a 0,99 euros el SMS los han querido llamar “voto popular”, lo cual es ir demasiado lejos para cualquier persona inteligente. Si el pueblo vota, no es pagando por votar. Vota haciendo memes, parodias, chistes, imitaciones y otro tipo de contenidos que comparte gratuitamente en las redes. Y en ese marcador el indiscutible ganador es Tony Cash, un cantante estonio que le dedicó una canción al espresso macchiato, chapurreando itañol y bailando como si sus piernas fueran espaguetis colgando de un tenedor. No hace falta que sea oficial para que sea cierto. Si algo demuestra esta fallida campaña es que el poder blando se llama blando porque no se puede ejercer a la fuerza.
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