Mercaderes y científicos

Regular o no regular la inteligencia artificial generativa, esa es la cuestión.
La llegada de Veo3 y otras soluciones mejoradas de inteligencia artificial generativa (IAG) nos mantiene en ese estado de admiración mezclada con miedo en el que estamos desde que en algún momento de los últimos tiempos empezamos a tomar conciencia de estar metidos de lleno en un cambio tecnológico comparable al que vivimos cuando apareció Internet en nuestras vidas; o al que vivieron en el pasado los contemporáneos de la aparición de la máquina de vapor o la electricidad. Cada vez son más los sabios y expertos que hablan de un cambio civilizatorio; y aunque suene exagerado, cada innovación tecnológica parece una evidencia más para darles la razón.
De las experiencias pasadas hemos aprendido que cuando se producen prodigios como estos renace el debate sobre las consecuencias de “jugar a ser Dios”, y nunca faltan los que anuncian que nuestra hybris será castigada sin piedad. Ha sido así desde que Prometeo le robó el fuego a los dioses, y teniendo en cuenta que en algunos análisis sobre las consecuencias del desarrollo incontrolado de la IAG se contempla “el fin del mundo” como hipótesis no descartable, estos dilemas morales no podían faltar ahora a su cita recurrente con la Historia.
En el caso de la IAG, como hablamos de una tecnología que empodera económicamente a los países que la dominan, algunos están diciendo que su regulación supone un freno a la competitividad. Los libertarios y otras hierbas dicen que estas medidas de control serían un error perpetrado por burócratas que no tienen otra cosa mejor que hacer; y que lo pagaremos sobre todo los europeos, que somos quienes más se están tomando en serio esto de poner límites éticos al uso del “nuevo fuego”. En una mesa redonda celebrada recientemente en el Ateneo de Madrid y moderada por Juan Zafra, presidente de Clabe, el profesor Claudio Feijoo se refirió a esta cuestión diciendo que cuando hubo que regular los avances de la ingeniería genética “tuvimos la suerte de que la cuestión estaba en manos de científicos, mientras que en el caso de la inteligencia artificial parece estar en manos de mercaderes”. Aguda y preocupante ironía que, por suerte para todos, solo es una verdad a medias. Como ocurre con la leyenda de que los americanos inventan, los chinos copian y los europeos regulan, todo es siempre más complicado de lo que puede resumirse en una frase.
También en aquel coloquio del Ateneo intervino Juan Antonio Garde Roca para decir que la regulación de la IAG era algo necesario por “puro humanismo”, un término que cobra nuevos significados ahora que convivimos con otras inteligencias. Hoy nos parecería indefendible que no se regule el uso de la energía atómica. ¿Acaso es necesaria una catástrofe mundial como las que ésta ha causado para crear un consenso parecido en torno a la IAG? Hasta el nuevo Papa se ha metido en este fregado y ha dicho que hay que defender la dignidad humana y el trabajo ante la revolución de la IAG. No sería extraño que algunos cardenales hayan tenido en cuenta que Prevost tiene formación académica en matemáticas para votar por él. Por lo pronto, decidió llamarse León XIV; o sea, el sucesor del papa León XIII, que firmó la encíclica rerum novarum para comprometer a la Iglesia con los problemas sociales que habían creado la primera y segunda revolución industrial. La historia no se repite, pero rima.
Hay que regular la IAG porque no somos solo mercaderes y porque renunciar a la ética es renunciar al humanismo, y a lo mejor incluso a la humanidad. Las razones por las que hay que regular a las máquinas pensantes son precisamente aquellas que las máquinas pensantes nunca van a comprender por muy inteligentes que lleguen a ser.
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