Yo era una niña bastante deportista, aunque mi silueta no lo sugiera. Entre los 5 y los 8 años solía pasar varias horas a la semana subida a unos patines, intentando hacer saltos y piruetas a toda velocidad. No hace falta estar muy familiarizado con este deporte para imaginar lo complicado que es intentar saltar por encima de tu cintura, y con un giro de hombros dar vueltas sobre ti misma para terminar cayendo con tus ruedas sobre una superficie resbaladiza. Coleccionas moratones como panes.
Nuestra entrenadora era una mujer tan dura como pueda imaginarse y un día que me encontró en el suelo llorando a moco tendido me dijo: "cuanto antes te levantes, menos te duele". Magia. Aquella bruja tenía razón.
Pasaron casi veinte años y un día empecé a trabajar en publicidad. Todos en la profesión, anunciantes también, tenemos una bonita colección de moratones, fruto de las campañas que cayeron por el camino. Algunos también sabemos lo que es caer nosotros mismos, por culpa de aquella crisis odiosa.
Mentiría si dijera que me levanté cada vez como si nada; a veces hay que dejar que duela y llorar sin miedo. Pero creo que todos podemos identificar ese momento en el que nos convertimos en un bebé arrinconado, que observa distraído cómo las lágrimas caen en su maillot de entrenamiento. Y entonces hay que levantarse. Aunque sólo sea por no perderse la sensación de ejecutar un axel con doble loop.